El antídoto contra la agresividad - Pema Chödrön
Las enseñanzas budistas nos dicen que la paciencia es el antídoto contra la agresividad. Cuando sentimos cualquiera de sus formas -odio, rencor, espíritu de crítica, ganas de pelea, etc.- es el momento de aplicar todas las prácticas que hemos aprendido y los consejos que hemos recibido o incluso dado a los demás. Sin embargo, a menudo, todo ello no parece servir de ayuda. Y esta es la razón por la que el tema de la paciencia ha atraído mi atención desde hace ya tiempo: porque no es nada fácil saber cómo actuar cuando la cólera se apodera de nosotros.
Para empezar, hay que darse cuenta de la relación de la paciencia con el fin del sufrimiento. Cuando nos domina la agresividad –y en cierta medida esto se puede aplicar a cualquier estado emocional alterado- hay una poderosa fuerza que nos empuja a la descarga. Es tan doloroso sentir el aguijón de la cólera que deseamos resolver la situación cuanto antes mejor.
¿Y qué es lo que solemos hacer? Justo lo que aumenta la escalada de la cólera y el dolor: repartir tortas y devolver los golpes. Cuando algo hiere nuestros sentimientos hay en ello inicialmente una cualidad de delicadeza, una vulnerabilidad que nos pasa desapercibida por la velocidad a la que actuamos. Uno se encuentra a sí mismo en medio de un torbellino de sentimientos. Y se debate con sus palabras o sus acciones para escapar de la agresión y el dolor, creando más agresión y dolor.
En este punto ‘paciencia’ significa andar listo: saber pararse y esperar. E implica también callarse, ya que cualquier cosa que se diga será agresiva, aunque sea “te amo, cariño”.
La paciencia tiene mucho que ver con estar atento a ese instante y esperar: no hablar y no hacer nada. Por otra parte esta conducta es también una oportunidad para darse cuenta de manera rotunda del enfado que uno tiene. No se trata de suprimir nada, la paciencia no va por ahí. De hecho el tema es comportarse con uno mismo de manera honesta y amable. No dedicarse a rumiar los pensamientos discursivos y sí querer enterarse del enfado que uno tiene. Y al mismo tiempo hay que dejar que continúe el diálogo interno, en el que culpamos y criticamos, y probablemente sentimos también culpa y remordimiento por haber actuado como lo hemos hecho. Es un momento complejo, porque uno se siente mal por estar enfadado, pero al mismo tiempo está realmente enfadado y no puede detenerlo. Es un sentimiento confuso y difícil. Pero hay que permanecer paciente con la confusión y el sufrimiento que comporta.
La paciencia posee una enorme honestidad, al tiempo que impide que las cosas se salgan de sus cauces, y concede espacio a los otros para hablar, para que se expresen ellos, mientras uno permanece sin reaccionar, aunque por dentro lo esté haciendo. Abandonamos las palabras y no nos movemos del sitio.
Cuando se practica la paciencia no se reprime la cólera, sino que uno se sienta directamente sobre ella. Y como resultado se consigue conocer la energía de la cólera y adónde conduce, sin necesidad de llegar a sus extremos. Hemos dado vía libre muchas veces a nuestra cólera y sabemos hasta dónde nos puede llevar. El deseo de decir algo mezquino, de murmurar, de calumniar, de quejarse, es como un maremoto. Pero uno se da cuenta de que estos comportamientos no le liberan de la agresividad, sino que la aumentan. Por tanto uno opta por ser paciente, paciente consigo mismo.
Desarrollar la paciencia y la intrepidez significa aprender a convivir con la irritabilidad. Permanecer ‘sentado’ sobre el propio malestar le hace a uno sentirse como si montara un tigre, a veces es aterrador.
Cuando examinamos este proceso aprendemos algo muy interesante: que no existe otra solución. La solución que los seres humanos buscamos parte de un error de base: pensamos que todo la tiene, pensamos que podemos resolver cualquier cosa.
Cualquiera que nace y muere busca constantemente, desde el principio hasta el final, algún tipo de solución a esta inquieta y tensa energía. Y no existe. La única que hay es pasajera y deja un rastro de mayor sufrimiento. Descubrimos que la alegría y la felicidad, la paz, la armonía y el estar centrado provienen de ser capaces de permanecer estable mientras el malestar surge, se despliega y se desvanece. La energía jamás produce nada sólido.
De manera que todo el tiempo estamos en el torbellino de la energía. El modo de conectar con la dulzura inherente de nuestro verdadero corazón es no moverse y ser pacientes con este tipo de energía. No debemos censurarnos a nosotros mismos si fallamos, lo único que debe importarnos es tener suficiente coraje para profundizar en nuestra reacción instintiva de buscar tierra firme bajo los pies.
La paciencia es una práctica tremendamente maravillosa, compasiva y transformadora. Es una técnica para cambiar de raíz la costumbre que tenemos de resolver las cosas por la derecha o por la izquierda, juzgándolas buenas o malas.
La agresividad surge por lo general cuando alguien hiere nuestros sentimientos. Podemos elegir entre soltar el dolor y conectar con nuestra dulzura o continuar aferrados a él y seguir sufriendo.
Se necesita un montón de paciencia para no comenzar a aporrearse a sí mismo por cada fracaso con el soltar. Pero si aplicamos la paciencia al hecho de no ser capaz de soltar, esto de algún modo sirve de ayuda. Ser paciente con la incapacidad para soltar ayuda a alcanzar el punto en que el desapego comienza a producirse de manera gradual –a un ritmo sensato y amoroso, al ritmo en que nuestra sabiduría básica nos permite movernos-. Ya es un gran logro el simple hecho de haberse dado cuenta de que podemos elegir. Y en ese punto lo único que necesitamos es paciencia para esperar y aflojar, para soportar el desasosiego y la irritabilidad y la inquietud de la energía.
He llegado a darme cuenta de que la paciencia tiene en sí misma un montón de humor y espíritu juguetón. Es un error monumental pensar en ella como ‘aguante’ o traducirla por “al mal tiempo buena cara”. Porque ‘aguante’ implica un cierto grado de represión o el intento de vivir de acuerdo a alguna norma de perfección ajena. Por el contrario, uno siente que debe ser extremadamente paciente con lo que ve respecto a sus imperfecciones. La ‘paciencia’ en este sentido es sinónimo de bondad, porque la bondad es capaz de actuar a ritmo muy lento. Estamos, pues, desarrollando paciencia y bondad con nuestras imperfecciones y limitaciones, para poder mantener nuestros ideales más elevados. Alguien pronunció una vez una frase que me gustó: “Rebaja tus expectativas y ajústate a ellas”.
Uno de los aforismos del maestro budista hindú Atisha dice:
“Cualquiera de las dos cosas que suceda, sé paciente”.
Quiere decir que si se produce una situación dolorosa seamos pacientes, pero que si lo que se produce es una situación placentera también hemos de serlo. Es una postura interesante en términos de paciencia y cesación del sufrimiento, o de paciencia e intrepidez, o de paciencia y curiosidad. Vivimos a sobresaltos, y ya sean de dolor o de placer buscamos soluciones. Pero si somos felices de verdad, si algo es importante, debemos ser pacientes con ello, no hay que estallar ni ponerse a mil por hora –refrenar las compulsiones de comprar, de hablar, de actuar.
Una de las cosas que se puede hacer para desarrollar la paciencia es acostumbrarse a reconocer que “¡Oh, volví a hacerlo!”. Hay un eslogan que dice: “Una vez al principio y otra al final”. Y significa que cuando nos levantamos por la mañana formulamos un propósito, y al final del día, con una actitud amable y cariñosa, revisamos si lo hemos llevado a cabo. Normalmente formulamos algún propósito del tipo: “Hoy voy a ser paciente” (y en el momento de decirlo ya estamos imaginando que vamos a fallar).
En vez de esto, podemos decir: “Hoy voy a poner en práctica todos mis recursos para intentar ser paciente”, y al llegar la noche revisamos el día entero de manera afectuosa y sin autocastigarnos. Y seremos pacientes si, al revisar el día que acaba o simplemente los últimos cuarenta minutos, descubrimos que: “Me he comportado de manera tan eufórica como nunca lo había hecho en mi vida”, o “He estado más agresivo de lo que jamás había estado”, o “me he dejado llevar por la irritación de manera incontrolable”. Si uno tiene veinte años, lleva veinte años comportándose así, y lo mismo si tiene setenta y cinco. Da igual. Lo importante es que uno se dé cuenta y diga: “¡Quiero un respiro!”.
El camino para desarrollar la bondad y la compasión es ser paciente con el hecho de que somos un ser humano y cometemos errores. Esto es más importante que hacerlo todo bien. Y parece que funciona únicamente si aspiramos a darnos una oportunidad de cambio, de clarificación, practicando la paciencia y las otras cualidades semejantes, como la generosidad, la disciplina y la observación.
Como sucede con el resto de las enseñanzas, no hay nada que ganar ni nada que perder. La actitud correcta no es decir: “Como nunca he sido capaz, no voy a volver a intentarlo”. Nunca has sido capaz pero vas a seguir intentándolo. Y, curiosamente, esto añade algo: añade bondad para con uno mismo y con los demás. Te buscas a ti mismo y te vas encontrando donde quiera que vas. Y ves a toda esa gente que se ha perdido, como te pasa a ti. Pero a continuación ves a todos los que se han encontrado a sí mismos y te ofrecen el regalo de la intrepidez.
Y dices: “¡Oh, qué gente más estupenda: son ellos mismos!”. Y comienzas a apreciar el más leve gesto de valor en los demás, pues ahora sabes que no es fácil, y esto te inspira a ti también de forma intensa. Así es como nos ayudamos unos a otros.
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